Se nos fueron los ochenta
Ayer a las 20.30 se nos murió la década del 80. Con Raúl Alfonsín no sólo se fue un político. Se fue el hombre que lideró la vuelta democrática, que fue un ícono de la década.
Uno ahora tiene borrosos los recuerdos. Ya ni nos acordamos si estábamos mejor o pero que ahora. Sí estamos seguros que éramos más jóvenes. Con la sangre que bullía al compás de los bombos, los cantos y los gases lacrimógenos.
Un cóctel que era un clásico a principios de esa década y al final de la dictadura. Éramos jóvenes y nos creíamos con el derecho absoluto a cambiar todo. La revolución era una palabra con contenido. Era el Che y Sandino. En los ochenta parecía que el cambio estaba a la vuelta de la esquina. Que todo era posible. Y eso que en el 81 ya se nos había ido John Lennon con su mensaje que, seamos sinceros, no encajaba mucho con el sentimiento de aquellos años. “Imagine” sonaba a cuento de hadas al lado de Víctor Jara, los Quilapayún, Mercedes Sosa, Violeta Parra o cualquier otro que le cantara a una Latinoamérica grande.
Queríamos la paz pero queríamos aún más la democracia. Se nos vino la guerra de Malvinas. Festejamos, puteamos, nos desilusionamos y nos pegaron. Y un día, en la Federación de Box, los que creíamos en que los dictadores ya eran parte de la historia fuimos a ver a un tal Raúl Alfonsín que encendía pasiones.
Ese día lo conocí por primera vez a él y por última vez a Chuenga, que vendía esos caramelos incomibles y entrañables. No me quede con él. Preferí al viejo Alende, que no se vende. Pero el 30 de octubre a las siete de la mañana estaba en la cola esperando estrenar mi DNI con olor a nuevo y virgen de todo voto. La democracia no la consiguió Alfonsín. Está claro. Fuimos todos. Pero el tipo nos ayudó a entrar a un lugar que no conocíamos y que, en el fondo, nos daba un poco de miedo.
Habíamos soñado tanto con eso que, de pronto, nos dimos cuenta que no sabíamos nada. Si en la secundaria los milicos nos inventaron una materia que se llama ERSA, Estudio de la Realidad Social Argentina, que era lo mismo que decir nada. Pero la fuimos llevando. Bancando la democracia cuando los militares creyeron que lo suyo era sólo una siestita y tenían que volver al gobierno. El hombre transó y nos dijo Felices Pascuas. Pero le creímos y lo aplaudimos. No tanto por él sino porque los asesinos no pudieron con nosotros.
Mientras tanto repiqueteaban los sones de Víctor Heredia, Jairo, León Gieco y se empezaban a asomar Virus, Soda Stéreo y Sumo. Así viviamos esos años. Con las peleas con la CGT. Uno que le decía mantequita y el otro llorón. El juicio a las juntas y el recuerdo imborrable de una noche escuchando a Ernesto Sábato presentando el informe final de la CONADEP.
Sentíamos que el sueño se hacia realidad. Que aquellos que los jóvenes franceses en el `68 decían “Seamos realistas, pidamos lo imposible”. Y lo imposible se iba transformando en posible. Y andaba el tipo gritando que con la democracia se come, se educa y se cura. El que nos enseñó que el preámbulo no era un recitado de memoria sino una declaración de principios. También lo puteábamos duro y tupido. Como cuando primero juzgo y después les dio el punto final. Y él seguía intentando persuadirnos. Con muchos pudo, con otros no. Pero va a ser dificil olvidarlo.
Porque él se llevó también lo último de la vieja política que creía que había que ir pueblo por pueblo a llevar el mensaje. Que el dialogo era más importante que la confrontación. Que el de enfrente era el adversario pero no el enemigo. Que la honestidad es un valor que no sirve sólo para gobernar…pero cómo ayuda.
Tal vez Alfonsín se empezó a morir un poco en aquella foto donde se lo ve con las manos en la espalda, cabizbajo al lado de un Menem que venía llevándose el mundo por delante. Partir es morir un poco, dicen. Y con la partida de él todos empezamos a enterrar algunas de nuestras cosas más personales. Nuestra juventud, que no es poco. Nuestra fe en los políticos, que es mucho. Nuestra ilusión de que se podía cambiar, se podía ser más feliz y la esperanza no era sólo un rezo al cielo. Enterramos la ingenuidad de la militancia hecha a pulmón. Cuando no había carteles luminosos y si pinceles para hacer pintadas en medio de la noche esperando que la “contra” los viniera a tapar.
Se murió Alfonsín. No lo voté. Su final fue el peor momento de mi historia familiar. Pero ayer, cuando la frialdad de una placa televisiva me comunicó su muerte, me di cuenta al instante que con él partían todos nuestros sueños. Que se nos iba una década convulsionada pero llena de esperanzas. De aprendizaje y descubrimientos. La mañana que siguió a la noche más profunda. Hoy Raúl Alfonsín es apenas un busto para las nuevas generaciones que viven en el estado de gracia de la democracia.
Para nosotros, ayer a las 20.30, fue el adiós a nuestra adolescencia. Ahora nos dimos cuenta que somos más viejos, más grandes y menos sabios. No se murió sólo un hombre. Se murió una esperanza que desde hace años lo que lo continuaron la rifaron sin tener piedad por nosotros. Es difícil darse cuenta, de golpe, que ya habíamos crecido. Ayer nos metieron el cachetazo y nos volvieron a la dura realidad. Ahora sabemos que nos golpearon tanto que ya no imaginamos el cambio, sólo rogamos que no nos saquen lo que tenemos. Y eso no era lo que queríamos en los ochenta. Ahora es tarde, se nos fue con Alfonsín.